Sobrino, Javier
JAVIER SOBRINO En mi infancia, viví en una casa rodeada de prados y árboles, en Las Bajuras de Pimiango, y mis juguetes favoritos eran unas vacas de madera que construía con trozos de roble. Otro juguete que tenía en una higuera era una bicicleta, la única que he tenido, y corría por los caminos, incluso volaba. Mi familia se trasladó a la ciudad, Santander. La hierba se convirtió en asfalto y los árboles, en farolas. En aquellos años, todavía quedaban en mi barrio huertas con frutales. Y todos los años me regalaban sus frutos. Mi primer destino como maestro fue en Piñeres, Peñarrubia, un pueblo de montaña y pastos con un bosque. Allí, con mis alumnos y alumnas, comencé a hacer semilleros de los árboles que nos rodeaban. Años después, me construí una casa en un pueblo con un bosque de encinas, cerca del mar, Pechón. He ido plantando un árbol aquí, una flor allá. Y ahora lo hago con mis hijos. Como veis, mi vida ha estado unida a esos maravillosos seres y también a los libros como el que tenéis en las manos. CONCHA PASAMAR De niña, me gustaba todo lo que estaba hecho de hojas: dibujar en cuadernos, leer libros, jugar y soñar entre árboles. Luego me hice profesora, y hubo un largo tiempo en que solo los libros poblaron mi mundo. Pero sus hojas pálidas fueron convocando a las demás: con mis hijos volví, casi sin darme cuenta, al color de los cuadernos y al verde de los bosques. Entonces recordé que la palabra libro, en latín, primero había nombrado la corteza de los árboles, y que un códice era, sencillamente, un tronco al que se sujetaban, ligeras, las hojas. Nuestros antepasados vieron árboles en aquellos nuevos soportes de imágenes y palabras. Recordé también que los unos están hechos de los otros, y que todos, libros y árboles, hacen renacer el mundo, muchos mundos, cada día. Así que ahora, en clase, riego las palabras que otros sembraron mientras en casa cultivo algunos libros o pinto el patio de verde y de color. Me gusta plantar el mundo de savia y papel.